domingo, 6 de enero de 2013

Vivir en el mito


Por Guillermo Fajardo
La creencia de que el mundo se acababa este 21 de diciembre habla de una cultura de lo absurdo. El voluminoso paquete de destrucciones que se cernirían sobre la tierra provocó la certeza de un final abultado: estamos en sociedades que recrean su propia destrucción porque la idea ya no les parece un ridículo. Y es que lo que provoca que nos guste creer en cataclismos no proviene del deseo de aniquilamiento de la raza humana, sino del atrevimiento de un nuevo inicio. La esperanza del cambio se coloca sobre la certeza de la supervivencia. Ahí, entre los restos de nuestra megalomanía, quizá podríamos aprender a vivir de nuevo con el medio ambiente; a reconsiderar la justicia; a abatir la desigualdad. El fin del mundo parece un acto de los revolucionarios. Una ruptura que no deja resquicios del pasado. La aventura mental del justiciero. La venta de bunkers, velas, y el turismo del fin del mundo indican que la cosa fue seria: no únicamente un apéndice de unos cuantos. Ver la resurrección de la raza humana de las cenizas podría tener un efecto positivo sobre todos nosotros. Así, quienes estaban seguros de nuestra destrucción total o parcial, también se escudan en la podredumbre actual para imaginar un comienzo que no conspire contra nuestras propias virtudes.
Un mito es la propagación de lo que no es verificable. Por alguna razón, se extiende porque creer en algo es el sedimento del voluntarioso. El mito maya vino con la elección presidencial en nuestro país. El derrotero de la política toma, a veces, destinos irrisorios. No fue la excepción: muchos decidieron tomar la advertencia maya como un claro signo de putrefacción enfocada en el PRI. Así, el 2012 no fue solamente el año de erección de profecías pero de coágulos sociales: el 132. La destrucción de la tierra vendría acompañada por pancartas. El caldo primerizo de quien tergiversó por vez primera la profecía que suponía el fin del mundo es ilocalizable. Internet ha sido, en buena medida, culpable de ello. La información de charlatanes esparcida por la red debe de ser tomada en serio. No es únicamente el rótulo que aparece en algún artículo sensacionalista pero la fiebre que provoca su contenido. La actitud de quien no toma el mundo como una catástrofe es una de cautela, y otra de fervor: mientras unos compraron techos, otros lo esperaron con los brazos abiertos. En pleno siglo XXI, en el que la humanidad puede presumir avances médicos, tecnológicos y culturales, hay un vacío que nadie sabe cómo llenar. Se trata de los estragos del amarillismo, la telebasura barata, la confección de hilos que enajenan. Hoy día podemos presumir nuestros avances, pero también nuestras fobias y rarezas. 

El capitalismo es un sistema que ha sacado a relucir las excentricidades de la humanidad: hay hasta un mercado de la destrucción. El fin del mundo no se hubiese tomado tan en serio si no viviésemos en una sociedad que anhela, irónicamente, sobrevivir. El plano religioso se ha difuminado. La vida ulterior ya no seduce como antes. Más bien, la evaluación de nuestras comodidades y el fortalecimiento (al menos en las capas educadas de la sociedad) del ateísmo, nos ha llevado a construir una imagen del placer que ya no perdura en Jesucristo y su misterio. De esta forma, el fin del mundo es una llamada de lo material: si en verdad sucede, hay que guardar nuestras pertenencias bajo tierra. También las ideas post apocalípticas contienen una coraza de ambición y pertenencia. En el mundo actual han desaparecido los polos de identificación tradicionales: izquierda-derecha; capitalismo-comunismo; cristiano- no cristiano. En su lugar, una multitud de voces, creencias y trasnochados sentimentalismos en pos de algún ideal se han adueñado del proscenio: los actores son otros.
Pero hemos sobrevivido. Aquí estamos y aquí estaremos. Sin embargo, el fin del mundo debería preocuparnos. Habla de sociedades cansadas de vivir del modo en el que lo hacen, y que quieren alguna forma de efervescencia. Para muchos, el fin del mundo no era una catástrofe sino nuestra reconstrucción desde las cenizas. Un recomienzo de la Historia. Tal vez el fin del Estado o, simple y llanamente, una nueva oportunidad. Los inicios se encargan de reproducir esperanza. Nuestras creencias nos jugaron una mala pasada. Habrá que ver si aprovechamos la oportunidad.  

Imágen tomada de: elheraldo.hn

martes, 10 de enero de 2012

CAMBIO DE PÁGINA

Amigos, el anterior fue mi último artículo en este blog. Ahora estaré por acá: www.guillermofajardo.com Espero me sigas leyendo.

jueves, 29 de diciembre de 2011

2012

Por Guillermo Fajardo

Moviendo las manos, sonriendo y rociando de huecos discursos a la televisión, Enrique Peña Nieto será una tabla de flotación aceptada, maniatada y controlada por el PRI. Para mantener la ventaja tendrán que acallar al candidato. Propuestas llevadas por la corriente; infectadas de elocuencia e infecundas de neurknas. Si el PRI pretende ganar deberá mantenerse a flote, nada más. Qué fácil. Qué sencillo.

Conforme pasan los meses una extraña sensación de aturdimiento socava las fuerzas que la sociedad civil parecía tener. Javier Sicilia, olvidado. A pesar de ser nombrado como una de las figuras más importantes del 2011, Sicilia está parado ya en el rellano de la repetición. Las redes sociales han funcionado como un espacio en donde se discute lo insulso, lo insípido, lo insustancial. ¿Qué ha pasado que en otras latitudes han funcionado como baluarte contra los poderosos; voz activa que se une al cambio; mecha corta que promueve la movilización? En México la sociedad se hunde en su cieno, ahogada de  una infamante perpetuidad para lo absurdo, dando tumbos hasta ver de frente la fachada de la política sin atreverse a entrar al templo. Basta como ejemplo lo ocurrido ayer con Carlos Talavera, funcionario de SEDESOL en Michoacán que aseguró que las indígenas olían mal. ¿Quién se acuerda de él ahora? ¿Dónde están los defensores de la causa indígena?

El PAN y su alma hecha pedazos navega balbuceando una y otra vez que su musculatura reside en el oprobioso y podrido pasado del PRI, pero no en sus nuevos cuadros. A veces al partido se le olvida que tienen cosas que presumir. El Presidente Calderón y su obsesión por allegarse de colaboradores (no todos) pequeños, le asegura un triunfo en su imagen. Si los astros se conjuntaran para darnos una respuesta, segqramente nos asegurarían que la lealtad sobre todas las cosas y el rechazo al PRI son dos conjuros necesarios para entrar de lleno al Gabinete. Quizá esta actitud autoritaria (hacia dentro del partido) sea fruto de una imagen presidencial desgastada por los medios de comunicación y la apertura hacia la crítica presidencial.

El PRD está perdido. Sigue llevando a cuestas la triste idea de los extremistas, de los que no se cansan en señalar a una caterva imaginaria de poderosos que no nos permiten avanzar. AMLO y su mundo fantásticos de paralelismos decorados de maldad. La izquierda y su falta de definición.

En el 2012 se puede asegurar un discurso empantanado por las, eso sí, necesarias pero no suficientes descalificaciones en el ruedo político. Será verdad que hay que rasurar al adversario para contrarrestar sus efectos públicos, pero no centrar el debate en sus defectos. El denuedo de las ideas abarcará a aquel que se permita tenerlas. En política importa más la percepción que la realidad: bastará, entonces, que los electores muerdan el anzuelo de la buena imagen para dar su voto a quién más confianza les inspire. Si el PAN opta por Josefina Vázquez Mota, está perdido. Y es que ofrece lo mismo que EPN: una imagen bien equilibrada con el punto a favor de que es mujer. El problema reside en que Peña Nieto y su equipo han construido una aureola de santidad televisiva desde hace 6 años. Josefina lleva las de perder. Pero ya mostró la mujer un empuje directo propinándole una buena derrota a Los Pinos: le ofrecieron la candidatura en el Estado de México que muy amablemente rechazó. No hay que esperar demasiado del 2012. Ya lo he dicho y lo repito: la democracia se hace día a día, y no hay que esperar un nuevo comienzo para inflar la esperanza de avanzar. Valdría la pena ponerse a reflexionar si los efectos paralizantes de la contienda contribuirán a un sexenio presidencial varado en la rispidez, o en la amplia categoría de la cooperación entre partidos. La respuesta no está, sin embargo, en la política: está en la sociedad civil que, hoy día, se encuentra encallada, silenciada y apática ante lo que sucede a su alrededor. Moviéndose con la crítica barata de los que opinan, la población sigue avanzando, feliz, hacia un destino de menos impuestos, más subsidios y polarizaciones inútiles. Nada más. Quieren lo justo. Y lo justo recibirán.

martes, 27 de diciembre de 2011

Inercia

Por Guillermo Fajardo
Nada más humano que nuestros olores. Nombrar lociones, jabones o aromatizantes se ha vuelto tarea difícil. Las emanaciones de nuestros cuerpos sugieren nuestras actividades e incluso la hora del día. Es más: en la muerte nuestros olores nos siguen delatando. Conforme el día pierde vigor nos vemos atenazados por el síntoma corriente de las horas: el sudor, el ajetreo de los músculos, la innata capacidad del cuerpo para otear lo que vendrá: una ducha diaria o la confrontación de la piel con algún supresor de pestilencias. Así somos todos, así vivimos.

Es cierto que el comentario de Carlos Talavera es políticamente incorrecto. A pesar de que nombrar es y será un regalo del lenguaje hay temas que, hoy día, hay que tocar con suavidad, murmurando, agachados. Nombrar lo indecible o lo maldito está condenado al frío calabozo del desprecio. Pero señalar y palpar lo inmediato no debería ser reprochable. Ya no es correcto decir viejo sino persona de la tercera edad; ya no idiota sino personas con capacidades especiales. ¿Es incorrecto que diga que un sordo no puede oír? ¿Qué un ciego no puede ver? ¿Qué un niño no razona como un adulto?

¿Estaríamos ante la misma reacción de enojo, sensibilidad y respeto a los derechos  humanos si Carlos Talavera hubiera usado la misma expresión en un salón lleno de intelectuales? ¿Y si en él hubiera estado Carlos Slim; Carlos Fuentes; Felipe Calderón; el Cardenal Norberto Rivera y Enrique Peña Nieto? Fácil: el raudal de carcajadas; mentadas de madre; señalamientos y uno que otro corte gracioso. Como si la pertenencia a un grupo minoritario nos hiciera dignos de portar el mote de seres humanos.



Pero no es un futuro alternativo el que es analizable, sino la maquinaria encendida de los olvidadizos; de esos que, de pronto, recuerdan que los indígenas existen y que no tienen agua potable o servicios básicos de salud. Se indignan desde sus portentosas máquinas y mandan en redes sociales su indignación. Pero este miércoles la historia será otra: a Talavera lo engullirá el día de mañana y la absurda cantidad de noticias en los medios. Será necesario que algún otro impreciso nos recuerde la existencia de grupos vulnerables. No me molesta tanto el comentario como los que se indignan sin más: de pronto descubren su sensibilidad y su estampa valiente de defensores. Es verdad que es molesto y que es un comentario fuera de lugar. Pero los eufemismos que hoy día usamos son el cáncer que tiene al país con millones de pobres e indígenas marginados: irnos por la tangente; desviar nuestra mirada; usar palabras suaves que detengan la realidad. Esto nada tiene que ver con Talavera, sino con el fenómeno claro del plebiscito hacia una realidad empobrecida y a un activismo raquítico por la flaqueza de nuestras convicciones. Somos expertos en olvidar y ávidos testigos para señalar. Apenas conocemos el error y saltamos a disparar las balas. Pero, ¡cuántas veces lo he dicho! Mañana será otro día. Los que creen que se rasgan las vestiduras hoy descubrirán alertados que las siguen teniendo puestas. Y es que creen que un mensaje bienintencionado en las redes sociales o la adhesión electrónica a una causa contribuyen a formar un mejor país. Falso. Es verdad que el discurso ayuda a cambiar al mundo más que ninguna otra cosa. Pero tiene que ser uno bien articulado, constante y coherente. Los que atacan a Talavera tan impetuosamente es para dejar claro que su conciencia está limpia, que su culpa ya se diluyó y que mañana ya vendrán otras cosas en las cuales pensar. Mientras tanto esperemos en nuestros sillones acolchados; en nuestros mullidos y calurosos retretes y en nuestras amplias camas a otra noticia que nos mueva la conciencia. Ya saben: indignaos del mundo: esperad.  

domingo, 25 de diciembre de 2011

Destino

Empieza Jorge Volpi su novela “La paz de los sepulcros” con la siguiente frase: “A veces la muerte inmortaliza”. Para el anónimo la muerte puede resultar la conclusión de un proceso arreglado, controlado e impulsado por la misma vida. No es sino el término de un inicio. Pero para otros es el inicio de una nueva clase de vida: la memoria. Muerto Saramago, muerto Monsiváis, muerto Dehesa, muerto Daniel Sada, muerto Hitchens. Todos ellos ahora lucirán en sus reimpresiones, ediciones detalladas acerca de sus vidas o en fundaciones que se harán en su nombre. Es como si la mercadotecnia y la predadora imagen comercial se aprovecharan de su inexistencia para impulsarlos. Duele saber que se conocen cuando ya no están: nada tan macabro y amargo como su muerte para catapultarlos a la fama absoluta.
¿Será que los homenajes siempre tienen que ser póstumos? ¿Debe de ser la muerte, el muro sobre el que se topa la creación, el pretexto para recordarlos? Parece que la sensación de perderlos mueve la conciencia. La respuesta inmediata de la sociedad es abocarse a conocerlos. Un momento después son olvidados, desbaratados de su personalidad, concluidos de antemano: cada uno ahora los analiza como si toda su vida hubiesen sido analizados.

Premios, reconocimientos, homenajes. En vida todo parece absurdo, apenas un punto que borramos porque hay tiempo. Pero cuando éste concluye entonces reconocemos que su trabajo fue espectacular. Asistimos al pasmo y al luto en el mundo de las letras, de la medicina o de la abogacía y los medios los recuerdan con insistencia. Durante días algunos se jactan de haberlos conocido, otros relatan historias acerca de su genio, se imprimen ediciones especiales. ¡Cuánto lamentan su muerte! Es como si, de pronto, las pasiones de todos afloraran y reconocieran en el que se fue a un compañero intelectual. Odas, elegías, versos. Incluso los tropezones son borrados de antemano. Olvidemos por un instante lo que fueron para postrarnos ante su imagen. La evolución de las formas de la alabanza actualizadas y recargadas por su desaparición.

Algunos buscan el reconocimiento tan vehementemente que han dado su vida por él. John Kennedy Toole, considerado uno de los mejores autores norteamericanos, se suicidio a los 31 años debido a que nadie quiso publicarle su trabajo. Se sentía un fracasado, un cuerpo desmadejado con un hueco de tinta. No podía saber que sus dos novelas: “La conjura de los necios” y “La Biblia de Neón”, lo consagrarían como uno de los mejores novelistas de todos los tiempos muchos años después.

Si de vidas contradictorias, desequilibradas y extrañas se habla, entonces cómo no recordar al que pasó a la historia como uno de los mejores poetas franceses a pesar de su juventud. En Arthur Rimbaud los símbolos son versos y cobran tanta vida que angustian la conciencia. Se desentraña el misterio de las palabras, pero nunca se agota la interpretación. Harto de la literatura partió rumbo al África, dónde se hizo traficante de armas y en don`e llevaría una vida licenciosa. Las cartas que nos han llegado revelan la existencia de un hombre que buscaba todo menos lo extraordinario. Dejó de escribir literatura a sus 20 años. El genio Rimbaud; el inescrutable Arthur.

Carlos Fuentes, García Márquez o Vargas Llosa tienen la suerte del reconocimiento y la aceptan.
Otros rehúyen de ella: J.D. Salinger, autor de “El guardián entre el centeno” es un ejemplo de esto.

Las letras que se suceden una y otra vez modifican al mundo. Nada tan precioso y celosamente guardado como el pensamiento. Se le rechaza en vida porque se le considera eterno. Pero cuando los grandes se van, el recuerdo, casi siempre, perdura. La larga carrera hacia la fama comienza cuando la respiración se entrecorta. Entonces la muerte inmortaliza. 

domingo, 18 de diciembre de 2011

Nuestros terremotos

Guillermo Fajardo
Nada más elocuente que una sacudida para verificar nuestros temores o desequilibrios. Somos síntomas de nuestro entorno, y el estornudo tectónico bajo nuestras pisadas no fue la excepción: vivimos lo que se siente ser vulnerable durante unos segundos. Los adolescentes no nos arremolinamos bajo el miedo, fruto, seguramente, de nuestra manía de minimizar los impactos de lo trágico. La vida entre los catorce y los veinticinco debería ser una comedia.
Los adultos buscaron las salidas. Afuera, el grito ancestral de lo privado se abrió: los vecinos salieron con chanclas, piyamas o celulares hablando frenéticamente. Nos miramos consternados pero con la sensación de alivio que provoca el tiempo. Maquillados de incertidumbre, nuestros próximos se volteaban a ver algo confundidos. Se escucharon unos ladridos de perros. El terremoto pasó más rápido de lo que creíamos pero más fuerte de lo que imaginamos.
Después del doloroso encuentro sismológico, la plétora de noticias inundó la televisión, perfecta amante que atempera la curiosidad, el morbo, y casi siempre las mismas ganas de esperar las mismas cosas: que el epicentro ocurrió en Guerrero; que no hay daños graves; que había que revisar que no había fugas de gas.

Hay quienes han vivido con un temblor bajo sus pies. De un tiempo acá, el escritor Juan Villoro se ha esforzado por contar con elegancia la turba de sentimientos y el miedo que desquicia a cualquiera cuando la tierra baila. Nos encontramos conectados con Chile o la India cuando la roca se mueve. Y nosotros lo sentimos: para quienes no nacimos en 1985 apenas lo intuimos con la necedad que provocan las historias y, los que sí, con la experiencia que desgarra y avitualla a la imaginación de un escape seguro. Y no hay nada más vivo y claro que la imagen de un terremoto personal, para darnos cuenta que los movimientos tectónicos también tienen algo que contar. Decimos que algo nos sacudió cuando la bienvenida a una nueva circunstancia en nuestras vidas cimbró lo que antes conocíamos. Igual que un terremoto: no es tan dolorosa la imagen de los escombros como la reconstrucción hacia lo nuevo. Nos dan miedo las sacudidas no por sus consecuencias sino por lo que despiertan en nosotros. El ser humano se esfuerza por cambiar cada vez que algún argumento o evento modifica su circunstancia: ¿para qué, sino, prometernos a iniciar una nueva relación, un nuevo libro o un nuevo propósito de fin de año? Nuestros terremotos provocan esa sensación de querer romper el círculo que nos aprisiona. Quizá la tierra también tenga sus problemas: necesita moverse de su largo sueño cósmico, necesita eructar para espantar las malas conciencias, necesita llorar para calmarse. Agradezco los días con mucho sol y poco viento. La tranquilidad que dan promueve la espera. Quedarse sentado un minuto para voltear a donde sea. El circo que ha provocado la modernidad es un síntoma de desapego hacia el presente y una notoria incapacidad para examinarlo. Los temblores nos devuelven a nuestra fase de temor primigenio, en un estado en donde no hay saciedad sino sobriedad, nunca la oportunidad de olvidarse del presente sino de marcarlo.
Se movió un poco mi ventana y supe que algo no andaba bien. Escuché pasos nerviosos, un grito que me alertó, los ojos abiertos buscando una salida, la congregación en la calle lejos de las monstruosas plazas y casas que hemos construido. La tierra dejó de moverse. Nos miramos con la esperanza de la tranquilidad y con la astucia de saberse más rápidos que los otros para moverse. Pero el bicho que nos carcomió ya había hecho su trabajo: volvimos a nuestras casas esperando la réplica que nos mantuviera vivos. Algunos la desean tanto para impulsarse hacia el presente o a un estado de vigilia constante. Será por eso que dejamos no solo las puertas abiertas de nuestras casas, sino también, y muy religiosamente, de nuestro espanto.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Cansancio

Por Guillermo Fajardo

De la extenuación priista brotó la égida de Peña Nieto que ya era necesaria de un tiempo acá: es la primera victoria del PAN y una victoria indirecta de los medios de comunicación. Moreira salió fruto de la inverosimilitud e incoherencia entre los resbalosos dichos de unidad y honestidad, y la cara asociada de la corrupción con las sentenciosas frases del partido. En realidad el nuevo PRI es un aforismo hueco, una deformidad que avanza a paso feroz. Peña Nieto es el candidato de la línea: nadie más representativo del priismo que él. A pesar de ser el hombre fuerte, sigue indicaciones; a pesar de ser la esperanza acendrada del PRI, baja la cabeza y sube la mirada hacia lo que le dicen sus colaboradores. Peña Nieto es el paradigma de lo pragmático, la ola de la inercia electoral.
Hay que mantenerse a flote: ¡qué elocuente la imagen del madero que simplemente se deja llevar por la corriente! La democracia mexicana ensillada en el caballo de la imagen. Las vivencias magistrales que cada día vemos reflejados en los acarreos electorales, cimbran el tortuoso empuje de los que sueñan con un voto informado. Seguiremos pidiendo que vengan mejores políticos pero no mejores ciudadanos. Ellos ahí están, felizmente exigiendo y durmiéndose en los laureles de la libertad civil: queremos más porque hay más de donde gastar. Incentivos perversos para una sociedad que tiene hambre de subsidios. Argumento conservador que refleja la defensa de mi posición: que se pongan a trabajar.
Y todo esto dando como resultado que, después de una presión bien encauzada y esta vez con tintes morales Moreira haya salido. No me preocupa que haya deuda, sino que el PRI no haya abierto la boca, porque el mismo efecto electoral inercial que los mantiene es el mismo que promueve su opacidad: vamos adelante, ¿para qué dar explicaciones?

Lo siguiente es investigar para domar la bestia de la impunidad. Pero los mediocres y espesos y lentos esfuerzos para el combate contra los privilegios se diluyen en cuestiones insípidas. El Gobierno Federal dando pena en cada investigación delictuosa. Una declaración cobarde por ahí, y un verso de algún vivo por allá. La tabla de flotación domina al mundo político. Expresión, ésta última, suavizada por la intrascendencia de lo inmediato: el futuro se presenta como un regalo, siempre, sin importar lo que estemos construyendo ahora. México ha fabricado, una a una, la lista de las cosas que nos importan pero que no estamos dispuestos a concretar. Políticos ladinos y sociedad hueca. Prefiero embobarme con el desencanto. Los dichos del valiente Moreira caracterizan al mexicano valiente, pero poco avezado para entender. La radicalidad y el cinismo de su discurso conforman la avería principal en el entramado democrático mexicano: la ausencia de una ética que sostenga las acciones. Estamos en las antípodas entre la modernidad en muchos aspectos y la lentitud en el plano moral. Seguro Popular para todos y un mejor sistema recaudatorio. Policías más eficaces y cambios constitucionales para mejorar la justicia. Adiós a la terminología anticuada de Garantías Individuales para aplaudirles a los Derechos Humanos.
Pero el antiácido actual más efectivo es la apatía. Escuchen el cheque en blanco que Vallejo propone para intuir lo que se avecina: ¡ciudadanos, no voten que todos son lo mismo! Vaya simpleza, vaya tontería. El fenómeno explícito de lo absurdo propuesto por un escritor premiado en la FIL. Me parece grave su propuesta porque ni compromete a anular el voto (expresión verdadera de participación) ni consigue una propuesta innovadora. Aún así, tampoco habría porque caer en la sonada repetición de que el 2012 será la gran oportunidad de México. La verdad es que todos los días lo son. Pero los seres humanos somos ávidos en comienzos cabalísticos o iniciadores marcados por una fecha en un calendario. ¿Es el 2012 la oportunidad para un reinicio o una reconducción verdaderamente democrática? No vale ni siquiera hacerse la pregunta, porque la estamos imaginando para un futuro lejano. Es inútil preguntarnos eso porque está expresada en términos probabilísticos. Todo debería ser hoy, aquí y ahora. Pero no nos hagamos ilusiones: no hay para donde voltear. Los problemas morales que aquejan al Estado son los más difíciles de soterrar porque se han anclado en lo invisible. Están en nosotros y no están. Son los fantasmas nuestros peores enemigos. Es lo intangible, nuestro enemigo más perverso. Y esto, me temo, es la pura realidad.