Por Guillermo Fajardo
La creencia de que el
mundo se acababa este 21 de diciembre habla de una cultura de lo absurdo. El
voluminoso paquete de destrucciones que se cernirían sobre la tierra provocó la
certeza de un final abultado: estamos en sociedades que recrean su propia
destrucción porque la idea ya no les parece un ridículo. Y es que lo que
provoca que nos guste creer en cataclismos no proviene del deseo de aniquilamiento
de la raza humana, sino del atrevimiento de un nuevo inicio. La esperanza del
cambio se coloca sobre la certeza de la supervivencia. Ahí, entre los restos de
nuestra megalomanía, quizá podríamos aprender a vivir de nuevo con el medio
ambiente; a reconsiderar la justicia; a abatir la desigualdad. El fin del mundo
parece un acto de los revolucionarios. Una ruptura que no deja resquicios del
pasado. La aventura mental del justiciero. La venta de bunkers, velas, y el
turismo del fin del mundo indican que la cosa fue seria: no únicamente un
apéndice de unos cuantos. Ver la resurrección de la raza humana de las cenizas
podría tener un efecto positivo sobre todos nosotros. Así, quienes estaban
seguros de nuestra destrucción total o parcial, también se escudan en la podredumbre
actual para imaginar un comienzo que no conspire contra nuestras propias
virtudes.
Un mito es la
propagación de lo que no es verificable. Por alguna razón, se extiende porque
creer en algo es el sedimento del voluntarioso. El mito maya vino con la
elección presidencial en nuestro país. El derrotero de la política toma, a
veces, destinos irrisorios. No fue la excepción: muchos decidieron tomar la
advertencia maya como un claro signo de putrefacción enfocada en el PRI. Así,
el 2012 no fue solamente el año de erección de profecías pero de coágulos
sociales: el 132. La destrucción de la tierra vendría acompañada por pancartas.
El caldo primerizo de quien tergiversó por vez primera la profecía que suponía
el fin del mundo es ilocalizable. Internet ha sido, en buena medida, culpable
de ello. La información de charlatanes esparcida por la red debe de ser tomada
en serio. No es únicamente el rótulo que aparece en algún artículo
sensacionalista pero la fiebre que provoca su contenido. La actitud de quien no
toma el mundo como una catástrofe es una de cautela, y otra de fervor: mientras
unos compraron techos, otros lo esperaron con los brazos abiertos. En pleno
siglo XXI, en el que la humanidad puede presumir avances médicos, tecnológicos
y culturales, hay un vacío que nadie sabe cómo llenar. Se trata de los estragos
del amarillismo, la telebasura barata, la confección de hilos que enajenan. Hoy
día podemos presumir nuestros avances, pero también nuestras fobias y rarezas.
El capitalismo es un
sistema que ha sacado a relucir las excentricidades de la humanidad: hay hasta un
mercado de la destrucción. El fin del mundo no se hubiese tomado tan en serio
si no viviésemos en una sociedad que anhela, irónicamente, sobrevivir. El plano
religioso se ha difuminado. La vida ulterior ya no seduce como antes. Más bien,
la evaluación de nuestras comodidades y el fortalecimiento (al menos en las
capas educadas de la sociedad) del ateísmo, nos ha llevado a construir una
imagen del placer que ya no perdura en Jesucristo y su misterio. De esta forma,
el fin del mundo es una llamada de lo material: si en verdad sucede, hay que
guardar nuestras pertenencias bajo tierra. También las ideas post apocalípticas
contienen una coraza de ambición y pertenencia. En el mundo actual han
desaparecido los polos de identificación tradicionales: izquierda-derecha;
capitalismo-comunismo; cristiano- no cristiano. En su lugar, una multitud de
voces, creencias y trasnochados sentimentalismos en pos de algún ideal se han
adueñado del proscenio: los actores son otros.
Pero hemos sobrevivido.
Aquí estamos y aquí estaremos. Sin embargo, el fin del mundo debería
preocuparnos. Habla de sociedades cansadas de vivir del modo en el que lo hacen,
y que quieren alguna forma de efervescencia. Para muchos, el fin del mundo no
era una catástrofe sino nuestra reconstrucción desde las cenizas. Un recomienzo
de la Historia. Tal vez el fin del Estado o, simple y llanamente, una nueva oportunidad.
Los inicios se encargan de reproducir esperanza. Nuestras creencias nos jugaron
una mala pasada. Habrá que ver si aprovechamos la oportunidad.
Imágen tomada de: elheraldo.hn